Cuando la política a veces se vuelve “una vida de perros”


Por algún mandato, divino o terrenal, aunque lo más probable es que el misterio corresponda más a la biología de especies distintas, las mascotas mueren antes que sus dueños. Y en su partida arrasan los sentimientos de éstos, con el compungido eco de sus ladridos o maullidos, para dividir las biografías humanas en un arbitrario universo que divide las aguas entre gente perruna y gente gatuna. Todos quienes sufrimos ese tipo de pérdida, sabemos lo que se sufre cuando una mascota se va. Disculpas de antemano por la vulgaridad prosaica del lenguaje: quizá haya que descubrir otra palabra que exprese ese sentimiento de alma en pena ahora que está mejor considerado llamar a pichichos y mininos “animal de compañía” o “animal conviviente”. Parece ser que para el progresismo lo correcto no es llamar mascota a las mascotas. Lo cierto es que hay que prepararse para cruzar el dolor de un duelo que lastima de verdad. Y mucho.
Algo de eso experimenta en estas horas el ex presidente Alberto Fernández, bajo la lupa de la Justicia por desfalco al Estado con el sistema de seguros y en el plano privado por el ejercicio de violencia doméstica contra su ex mujer (“mi querida Fabiola”) durante los pesares de la pandemia. Ha muerto Dylan, su perro collie, al que bautizó así en tributo al popular y glorioso compositor y poeta Bob Dylan. Es probable que el músico no hubiese acordado con el bautismo, situación lógica para quien, con eufemística elegancia, agradeció la designación pero no concurrió a la ceremonia de coronación como Premio Nobel de Literatura 2016 “por compromisos contraídos con anterioridad”. Guau.
Alberto Fernández quizá quede en la historia, por encima de méritos circunstanciales, que los tuvo, pero no en modo presidencial, como mascota electoral de Cristina Kirchner, quien ejerció contra él un despiadado maltrato, con una metralla verbal impiadosa. Fernández (Alberto, no Cristina) despidió a Dylan con palabras sentidas: “Fuiste parte de mi vida, dándome lealtad, alegría y ternura”, lo recordó en sus redes.
La figura de Dylan, el perro, trascendió el ámbito privado para instalarse como un fenómeno en las redes: la cuenta de Instagram alcanzó casi 50 mil seguidores y algo menos de la mitad en Twitter. Allí quedará para siempre su fidelidad y cariño: “Fuiste parte de mi vida, dándome lealtad, alegría y ternura. Me regalaste una amistad incondicional que solo algunos humanos me han dado… En los últimos meses te fuiste apagando y hoy, con mucho dolor, te despido”, escribió el ex jefe de Estado. Imposible no sentir en esas palabras de Alberto F toda la empatía perdida en el ejercicio del mando la República.
Las mascotas, en particular los perros, son un clásico de la política. Los históricos caniches de Perón pasaron a ser el testimonio de un hombre que amaba de verdad a los perros, más que Trotsky y el escritor cubano Leonardo Padura juntos. Dicen los estudiosos del peronismo cotidiano, que los quería muchísimo. Al igual que Evita. El General le quiso traspasar ese cariño a Isabel, al menos para las fotos. Al parecer no le simpatizaban del todo. Ella nunca aprendió, ni quiso, ser Evita. Y sin embargo llegaría a la Presidencia de la Nación. Lo cierto es que en la vida de Perón los perros fueron muy importantes: en la Patagonia creció rodeado de ovejeros y mestizos. Aseguran que en su larga trayectoria política convivió con tres generaciones de caniches. Además, lo suyo no se limitaba a los perritos. También sería el impulsor de los derechos de los animales con la Ley de Protección Animal, aún vigente, la 14.346 de 1954. Probablemente no esté incluida en su letra la especie de los gorilas. La política, sin embargo, no sería compasiva con su sensibilidad y lo castigó con aquel anatema de “aluvión zoológico”, bonita página del diputado radical Ernesto Sanmartino, patentada en 1947.
No se trata de una cuestión de identidades políticas. Se sabe el amor profundo del presidente Milei por los perros. Alguna vez los llamó “mis hijos de cuatro patas”. Sentimiento sin dudas compartido por millones de argentinos para designar a sus mascotas, pero seguramente no al extremo de agradecer en plenos festejos electorales con aquellas palabras del Hotel Libertador: “Les quiero dar las gracias, aunque nos les guste a los periodistas roñosos, a mis hijos de cuatro patas, Conan, Murray, Milton, a Robert y a Lucas”.
Un detalle, anecdótico o no. En algo Mauricio Macri se atrevió a ir más lejos que Milei: sentó en el sillón de Rivadavia al perro “Balcarce”, y hasta difundió esa imagen en fotos a través de las redes. Alguien de su cercanía le abrió al perro “raza perro” una cuenta de en las redes sociales, pero el récord fue para el entonces asesor Durán Barba, quien llegó a decir, en su hora de gloria, que Balcarce era “más importante que el Fondo Monetario Internacional”. Miradas, que le dicen. Ni duran Barba ni Balcarce: los préstamos con el Fondo los pagamos todos los argentinos, dicho esto como al pasar.
Alguna vez, Hugo Chávez le regaló a Cristina un cachorro de la raza mucuchíes, blanquísimo, peludo, que pronto crecería a tamaño elefantiásico. Le pusieron Simón por Bolívar, el general venezolano, prócer junto a San Martín de la emancipación continental. El kirchnerismo diría entonces que un perro de esa misma raza había acompañado a Bolívar en los campos de batalla. Nadie lo negó. Lo cierto es que el último presidente kirchnerista, muy probablemente, será mejor evaluado a futuro como dueño de Dylan que como presidente de los argentinos.
Fuente: www.clarin.com



